El viento salado de Fuerteventura penetró mi corazon y se quedo allí instalado, para siempre, alegrando los rincones del alma que antes dormitaban, insuflando aire de vida renovada, un aire que antes de mi ya existía... porque en Fuerteventura se halla el origen mismo de la materia y de la física. Materia árida pero infinita.

Adoro el viento.
Sus dedos alargados que se enredan en las ramas de los árboles, parecen pájaros.
Amo ese baile intenso, ese cruce agitado de hojas, hierba, arena y polvo, donde el Sol se refleja,
donde la luz envolvente se deshace en colores y recorre valles, encendiendo matices a su paso.
Ese viento alto que limpia las nubes en el cielo raso.
Ese viento sano que se cuela por mi nariz y me socava por dentro.
Ese mismo viento que azota mi piel en invierno, que sacude mi cuerpo, tiritando.
El mismo viento que forma remolinos en las aceras de asfalto, que luego sube por los tejados y navega por las antenas, sorteando los charcos.
Es un viento salado, que antes de llegar a la tierra probó el océano.
Es un viento inventado, que sin verlo, tiene el color de la risa y el ruido del llanto.
Un viento vivo, que camina y camina.
Eterno, sin prisa, pero a la vez fugaz.
Efímero como nuestras vidas.
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