Nepal

4 de agosto de 2012

A veces, simplemente no sabes lo que quieres. Es necesario escuchar muy adentro para descifrar los sueños del alma. Por eso, Nepal no estuvo en mis planes durante años. Pero a los 33 llegó mi hora, la vida ya me había preparado para visitar este lugar del Himalaya. Allí encontré un mar de seres humanos con sus guitarras y sus lamentos, sus montañas y sus templos, entre la basura y el hermoso cielo. El río de la vida me ha entretenido en muchos recodos. Esta vez, entre aguas agitadas, he encontrado un sendero y lo he seguido. Una historia comienza...


                                   Estupa budista de Bouddanath, en Kathmandú


Seis meses antes...


Granada me acoge en la oscuridad de una noche de invierno. Es febrero. No debe faltar mucho para que amanezca, el reloj roza las siete. Apenas he dormido un par de horas en un autobús cargado de gente joven, atraída quizás por la estación de esquí de Sierra Nevada. Piso la impersonal estación de autobuses y siento desubicación y desamparo, porque me encuentro en un lugar ajeno, que me despierta inquietud. Aún no consigo descifrar el sentido profundo de este trayecto. Sé por dónde voy, pero no vislumbro la meta. Una vez más, me siento perdida en el laberinto.

Estoy en Granada con motivo de un programa de voluntariado a Nepal, que promueve la asociación Tierra, Agua y Sol. Tengo 33 años y hace mucho tiempo que no atiendo a mis sueños. Por un largo tiempo, di parte de mi vida, de mis energías, mis aspiraciones y mis anhelos a personas que después se fueron de mi lado, abandonando proyectos de vida, dejando apenas un insulso adiós. Con esta desazón eterna pululando en mi cabeza, decidí aventurarme en el rescate de mis sueños, apostando por una aventura como ésta, con el fin de trazar una nueva senda vital. La vida y las palabras es lo único que me queda, después de tantas vueltas.

Me entretengo en un desayuno escueto en la estación mientras aguardo al amanecer. Cuando ya pasan las ocho, salgo afuera. Aún ajena al ruido diurno, la ciudad se extiende silenciosa con su cielo limpio y azul, con la blanca nieve de las montañas serranas al fondo, que me contagian esperanza. Subo en un autobús de línea y escucho por primera vez el acento andaluz de un chófer despierto, que me lleva volando al centro de Granada. En pleno casco peatonal, me aguarda un hostal sencillo de varias plantas. Atravieso una estrecho hall decorado con flores y platos cerámicos, y subo unas angostas escaleras, adormecidos mis ojos. Tras confirmar la reserva, desayuno por segunda vez un delicioso pan con tomate, en una taberna cercana.

En pie de nuevo, consulto una vez más la dirección en un papel arrugado y toco el timbre. Ana, la presidenta de la ONG, me recibe con los brazos abiertos en el amplio salón de su casa, un quinto piso amplio y de grandes ventanales, habilitado especialmente para recibir a los grupos de voluntariado. Rubia, bajita y con gafas que esconden una mirada inquieta, Ana ronda los sesenta años y ríe a menudo cuando cuenta los avatares que ha gozado y sufrido en el país del Himalaya. Nepal le trajo a Granada hace unos cuantos años. Desde entonces, soltera y con la compañía adorable de sus perros, se dedica a contribuir al desarrollo de Nepal y a sensibilizar a todas las personas que se acercan. 

Ana se muestra siempre muy atenta a las necesidades del grupo, y en los descansos nos facilita infusiones, zumos de frutas y aperitivos variados como patatas, frutos secos y galletas. En el almuerzo, nos dirigimos a una tasca del centro a degustar unas tapas. Unos buñuelos de bacalao con papas, lomo al alioli y sándwiches vegetales junto a unas cañas, terminan por llenar el estómago. Retomamos la sesión. Las horas van pasando y la noche fría se adueña de la sala. El grupo ya no está tan animado en sus debates, se palpa el cansancio de la jornada. Al término, decidimos acercarnos a la Cueva del Gato, una taberna andaluza con actuaciones en directo, en la calle Cristo de la Yedra. Estoy y no estoy, me duermo, pero a pesar de todo, venzo mi falta de sueño. La emoción me espera y... la emoción siempre vale la pena.

                              Mi primera imagen de Granada al salir de la estación

La Cueva del Gato

A veces, un instante maravilloso justifica toda una vida de atascos.

Estamos en la Cueva del Gato, una tasca chiquita en el corazón de Granada. Es una taberna humilde, con una barra pequeña al fondo, donde el responsable del bar, Juan Antonio, dispensa algunas cañas y tés variados. El frío del invierno entra por la puerta acristalada. Un cuadro enorme de Camarón con el rostro desencajado por el cante, acompasa a un cantaor entrado en años, con barba poblada y camisa de cuadros, y a un guitarrista más joven, con sonrisa eterna, cuyo baile de notas parece romper el aire.

El tabernero, Juan Antonio, está casado con una mujer nepalí y a la vez que atiende el bar, también trabaja como guía de trekking en los viajes solidarios a Nepal, que organiza la asociación "Tierra, Agua y Sol". Juan Antonio nos habla con pasión y gracia sobre las grandes cumbres del Himalaya, con esa mezcla excitante de deje andaluz y dialecto del Tibet. También nos invita a degustar unas samosas. Se trata de unas empanadillas rellenas de patata y verduras, aderezadas con curry y picante. Es una comida típica de Nepal, que acompañamos de un delicioso té nepalí, suave al paladar y, a la vez, con marcado sabor a especias.

Esta ebullición de estímulos se intensifica en contacto con el cante. La luz es tenue, se dispersa por los rincones como si fueran velas de cera. Y el cante, el lamento hondo y recio, a veces dulce, otras gracioso y tierno, invade y parte en pedacitos nuestros corazones.

En el descanso, el cantante ronda las mesas, y en un ambiente tan familiar como fulgurante, le digo que realmente canta muy bien, a lo que él me responde que para él, lo importante es llegar al corazón de la gente. Y entonces le respondo que efectivamente su canto tiene duende. Un segundo té nepalí y ya estamos ebrios, extasiados, abrumados por una música que nace y muere con sentimiento y baile de manos, notas, matices, colores.

Comparto con mis compañeros de viaje algunas conversaciones interesantes. Algunos de nosotros y nosotras estamos en búsqueda, intentando cumplir sueños. Me siento afortunada de conocer gente tan sensible, con tanto idealismo luchando por hacerse real, por sentirse rebelde. Me siento feliz de encontrar almas gemelas, de cruzarme con personas que dan sentido a mis pasos inciertos a veces, personas cuyas palabras, sin saberlo, alumbran mi camino, en mitad del bosque. Gracias "Cueva del Gato" y gracias Granada, ciudad clara en la noche.

                                   La sencilla puesta en escena de La Cueva del Gato

Día cero

Negro en mi mente. No veo nada a mi alrededor ni delante. ¿A dónde me lleva este viaje? Es una extraña aventura que me excita y me revuelve por dentro, son nervios. Afuera sigue oscuro y la madrugada es fresca en Bilbao. Tengo sueño, he pasado toda la noche en vela, ultimando la maleta. De camino al aeropuerto, repaso todo cuanto llevo, el pasaporte va conmigo, no me dejo nada. Tras facturar mi mochila de montaña, subo a un avión y aterrizo en Bruselas, allí despega un amanecer envuelto en la niebla. Atravieso desangelados corredores interminables para buscar el enlace a Delhi. Miro los carteles, intento no perderme. Calzada sobre mis botas de monte, sigo a una riada de personas trajeadas, tienen aspecto diplomático, muchas mujeres pasean sus piernas largas con faldas y tacones, qué altas...

Finalmente, subo a otro aparato enorme. Son ocho horas de vuelo, de modo que duermo a ratos y otras veces, me despierto. He cambiado mi asiento de la ventana a una joven pareja hindú, que acuna a un bebé precioso, es apenas un recién nacido. Nos sonreímos, qué lindo. Horas más tarde, me retuerzo en el asiento, busco posturas inútiles y cuando ya no puedo más, mato el tiempo mirando el mapa de vuelo. En el simulador, nuestro avión atraviesa Centroeuropa, ¿será eso el Cáucaso? ¿el Mar Caspio? Abro y cierro los ojos, no puedo creer que estemos sobrevolando Afganistán, es un sueño imposible. Imagino las montañas imponentes del Hindu Kush, con sus laderas espinosas de crestas y glaciares, sus diminutos pueblos nómadas, las ciudades con sus minaretes... Bajo mis pies, el planeta tierra se despliega, ¿alguien siquiera lo piensa?

Varias visitas al baño del avión y aterrizamos. Estoy en el corazón del aeropuerto internacional de Delhi. Un lujoso recinto comercial reluce como el mármol. Su seno octogonal acoge algunas tiendas engalanadas con grandes marcas. Una planta más arriba, se suceden los establecimientos de cómida rápida... Más allá, como brazos de araña, se extienden eternos pasillos enmoquetados que dan acceso a las puertas de embarque. Macetones con plantas plastificadas decoran la zona de tumbonas donde dormitar un rato.

Me detengo a buscar mi conexión a Kathmandú. Los monitores anuncian salidas y llegadas: Hong Kong, Singapur, Toronto, London. El mundo gira delante de mi vista. Afuera es la noche, pero el aeropuerto nunca duerme, cuánta gente distinta que come, pasea, conversa, sueña, ronca. Miro y me entretengo. Una familia con turbante se está poniendo las botas... sin mediar palabra, devoran una hamburguesa tras otra. Aún me quedan muchas horas de espera. Paso el tiempo con tres compañeras de vuelo que viajan para trekkear en el Himalaya. Estamos jugando a las cartas, no recuerdo las reglas del chinchón, ¿alguien me refresca la memoria? Pese a todo, soy buena... Las pantallas ya muestran mi vuelo, faltan cuatro horas.

Me gusta la vida de los aeropuertos. Personas con historias. Cruces de vidas que ya no volverán a coincidir en el plano de la existencia, ¿o sí? Hay personas que se enamoran en los aeropuertos.

"¿A dónde vas...?"
"A Caracas".
"Yo a Florencia".
"Volveremos a vernos, quizás, quién sabe".
"¿Tienes facebook...?"
"Te mando un wasap..."

Qué aburrido es esperar, ni siquiera me apetece leer un buen libro. Mientras tanto, ya he sumado 60 minutos más. Cierro los ojos, boca arriba, extendido mi cuerpo sobre la tumbona, junto a flores plastificadas. Nepal ya resuena en mi alma, su eco me encoge y me levanta... ¡Me muero por llegar!, resoplo extenuada. A ratos, caigo en un sopor ligero... hasta que atisbo un cielo plomizo a través de los ventanales de la zona de embarque. Está amaneciendo. Una neblina gris se adivina en el exterior, sobre las pistas de aterrizaje. Y el reloj marca la hora, ya puedo embarcar.

                                  Imagen del moderno aeropuerto de New Delhi

Kathmandú, el sueño

Cuando desciendo la escalinata del avión, me veo rodeada de un extenso horizonte de suaves montañas verdes, envueltas a su vez por nubes voluptuosas, nubes de algodón rizado y gris, que acercan la humedad del monzón a mi nariz. Respiro hondo, este lugar me resulta familiar. La ondulación del valle me recuerda a mi tierra, ¡me siento en casa! Tan lejos, estoy cerca. Es una sensación estupenda.

Tras arreglar el visado y cambiar mi dinero a la divisa local, me dirijo a recoger la maleta. Varios equipajes se encuentran abandonados sobre el suelo, junto a las cintas de maletas que, ya vacías, aún siguen en movimiento. Mi equipaje no aparece. Miro una y otra vez, me temo lo peor. Pregunto a varios encargados, me envían de un lado para otro, no saben nada. Resignada, acudo a un mostrador para efectuar la reclamación. Estreno mi inglés oxidado con un empleado nepalí, al que no comprendo en absoluto, tiene un acento muy raro. Agotadas las gestiones, me invitan amablemente a salir de la terminal. No tengo maleta.

Según las instrucciones de otras viajeras, ahora solamente tengo que torcer a mi derecha, caminar recto y coger un taxi. A la salida, muchos hombres me hablan y me preguntan cosas, pero yo estoy bloqueada y no entiendo nada. No importa, yo camino. Enseguida observo una fila de suzukis blancos diminutos, donde aparece la palabra Taxi. Monto dentro de un habitáculo minúsculo, sobre unos asientos desvencijados cubiertos con una manta. "To Boudhha Gate, please", exclamo. Acepto el precio, aún siendo muy elevado. El taxista enciende el motor, pero no entiende a dónde quiero ir. Otra vez, "To Bouddha Gate", vocalizo e insisto. No me comprende, no sabe inglés. Finalmente, se arremolinan varios hombres entorno a la ventanilla y se lo aclaran, qué alivio.

Ya en marcha, contemplo un escenario grotesco. No esperaba este impacto. El tráfico es imposible, no existen semáforos ni señales. Las carreteras se encuentran en muy mal estado, hay badenes, zanjas, hormigón levantado, pistas de tierra que se alternan con zonas asfaltadas. Las calles están embotadas de gente, coches y motos que pitan sus estruendosas bocinas, que se agolpan y se pisan, junto a vacas sagradas que campan a sus anchas. Desagües malolientes se combinan con basureros puntuales sobre los arcenes, no hay aceras. Muchos olores se mezclan, la polución del tráfico apesta, algunas personas llevan mascarilla y pañuelos sobre la boca. Todo me resulta una locura, un caos, me siento sola. ¡Estoy aterrorizada! ¿Esto es Kathmandú? ¿Dónde está la ciudad de mis sueños? El humo misterioso del incienso embrujado, la magia sosegada de los templos milenarios... ¿Dónde está todo eso? Desaliento.

Intento tranquilizarme y agarro mi teléfono móvil. Marco el número de mi contacto en Nepal, y una voz femenina de teleoperadora me habla en otro idioma, nadie está al otro lado. Imposible la comunicación, me abandono en el vehículo, me resigno al destino, no hay otra posibilidad, no hay retorno. De repente, el chófer me anuncia, ahora sí, con voz bien alta, "Bouddha Gate". Y me bajo. Estoy plantada en la puerta de Boudhha, desconcertada, en mitad del tráfico horroroso, sin maleta. Doy unos pasos y entro en el espacio sagrado de Bouddhanath, los grandes ojos azules de Buda me saludan desde lo alto. 

Avanzo unos pasos más. Un clima de silencio y respeto se apodera del ambiente en este lugar santo del budismo. Veo caminar a muchas personas alrededor del templo, en el sentido de las agujas del reloj, haciendo girar los molinos de oración instalados sobre la planta circular de la estupa. Puedo oler el incienso. No siento absolutamente nada. Estoy en el templo de mis sueños, en la estupa de Bouddanath, ¡y me es indiferente!  No hay momento místico, me da todo igual. Sólo quiero encontrar mi hotel y encerrarme a descansar, a ser posible dentro de una cama. 

Pregunto a un comerciante por el centro de yoga "Inn Meditation Centre", donde tengo reservada una habitación, dentro del recinto sagrado. Me indica varias veces con el dedo, pero yo no veo nada. La plaza circular está repleta de carteles, unos encima de otros, y no distingo mi alojamiento. Al fin, veo el letrero, que me lleva a un callejón oscuro. Más puertas, más tiendas, más pancartas incomprensibles... No consigo llegar, qué impotencia... Consulto a varios tenderos que regentan su local, mientras ven pasar el tiempo desde una silla. Sus ojos rasgados me observan con curiosidad. Subo unas escaleras angostas, me canso. Entonces, me topo de frente con mi contacto de Nepal. "¡Qué rápido has llegado!", me suelta. Sonrío, ya estoy a salvo. "Encantada", le digo. Y una pizca de desesperación asoma a mis labios: "Han perdido mi maleta".

                                     Imágenes parciales de Kathmandú

                                    A la derecha al fondo, estupa de Boudhanath


Las lágrimas

El día que aterrizo en Kathmandú, también sufro una infección vaginal. Tengo medicinas en la maleta, pero mi equipaje está, con suerte, en algún lugar de India o Bélgica, extraviado durante el trayecto aéreo. "Necesito una farmacia o un hospital", le explico a Fani, compañera del plan de voluntariado en el que voy a participar. Fani ya conoce la zona y me guía con soltura por la calzada llena de humo, gente y tráfico, hasta la farmacia más cercana, que consiste en un sencillo mostrador con vistas a la carretera infernal. Sobre unas baldas, se amontonan las cajas de medicamentos, que dispensa una mujer morena de impecable bata blanca. Tras explicar mi problema de salud, me suministra una tableta de óvulos. "Thank you so much", le digo.

Ahora nos dirigimos a un comercio situado al otro lado de la calle. Una vez más, tenemos que cruzar la dichosa avenida pestilente. Motoristas, peatones, taxistas, conductores de autobús, alguna vaca sagrada... El sonido de las bocinas me resulta atronador. Frente a mi vista, dos niños esnifan pegamento. Impacto. Muchas imágenes circulan a mi alrededor y me martillean el cerebro, embotado a su vez por el largo viaje y la falta de sueño. Vuelvo a percatarme de que no existen los pasos de cebra, ni los semáforos. ¿Cómo cruzo? Me siento completamente inútil. Decido seguir el paso a mi compañera, ella parece entusiasmada.

De vuelta al recinto budista de Bouddanath, la paz me inunda de nuevo. Entre el tumulto de peregrinos, Fani me presenta a Cristina y Susana, dos mujeres españolas que al igual que ella, hacen voluntariado en la casa de acogida "Smiriti House". Es un proyecto que gestiona la asociación Tierra, Agua y Sol, con quienes he acordado, a su vez, mi plan de voluntariado en Nepal. Las chicas me ponen al día sobre algunas cuestiones relativas a las diez niñas acogidas en la casa. No consigo retener demasiada información. Rendida, enferma y preocupada por la infortunada maleta, les comunico que necesito descansar, y me retiro a mi habitación. Giro el grifo de la ducha, el agua sale templada... Tras el baño, exhausta, caigo en un sueño profundo.

La alarma suena horas más tarde. Abro los ojos y las aspas del ventilador siguen dando vueltas desde el techo. De repente, recuerdo que estoy en Nepal, que perdieron mi maleta, que me arde la infección, que no sé cruzar la calle, que mi inglés está completamente oxidado... Me siento fatal. Sólo quiero estar en mi casa, regresar. ¿Quién me mandó venir a este lugar? Tan lejos, yo sola... ¿Qué pinto yo aquí? Estoy confusa, no sé si este viaje ha sido una buena idea. 

Me visto rápidamente y al instante, escucho que llaman a la puerta. Es Fani, hemos quedado para ir a conocer a las niñas. La casa donde viven está situada a unos veinte minutos caminando desde la estupa de Bouddha. Una vez dejada atrás la circulación diábolica de la avenida principal, nos internamos en un suburbio muy tranquilo de casonas individuales. Las viviendas se dispersan entre caminos de barro y matorrales, donde jaurías de perros vagabundos comen entre la basura o simplemente, dormitan. Me cuesta creer que esta zona de aspecto rural forme parte de Kathmandú, la capital del país. El ganado pace en algunas campas.

Pisamos con cuidado porque la senda está cubierta de lodo y agua, debido a las últimas lluvias. A veces, nos ladran los perros y eso me da miedo. Estrechos comercios se despliegan en la planta baja de las casas, ofreciendo todo tipo de artilugios. Me siento muy observada. Los hombres especialmente, nos miran de arriba abajo, incluso nos dicen cosas cuando pasamos por delante. Hablan en nepalí y no comprendo nada. Tras hacer una breve parada en un dispensario de agua potable, giramos un par de avenidas encharcadas y aparece la casa. Un nudo me aprieta en el estómago, ¡voy a conocer a las niñas!

                               De camino por mi nuevo barrio de Kathmandú

Los ángeles de Kathmandú

La casa de acogida donde trabajaré como voluntaria, emerge lustrosa tras una verja de hierro. Tiene tres plantas coronadas por una gran azotea. De los balcones cuelgan algunas ropas menudas que se secan al aire, ajenas al bullicio de las diez niñas que corretean por la vivienda. Yo entro cautelosa, con cierta emoción contenida y algo nerviosa. Enseguida Fani se acerca a hablar con varias de ellas. A mi me miran con mezcla de curiosidad y alegría. Enseguida vuelven a sus cosas y no parece que mi presencia les haya impactado demasiado.

Examino mi nueva habitación, está en la planta baja y es muy espaciosa. Mi cama se limita a una colchoneta sobre un diván de madera, el resto es suelo plastificado de color rosa. La única pega es el hedor procedente del baño, huele a cloaca y penetra de forma grotesca en mi nariz europea. Con el tiempo te acostumbras, dice Fani con una sonrisa.

Es la hora de almorzar y todas corren a la cocina y se agolpan entorno a la mesa con su cuenco de hojalata. Yo me siento con ellas. Nos apretujamos todas para no perder bocado. Hablan nepalí todo el tiempo y yo no entiendo nada, pero no me importa. Estoy con ellas y sus palabras resuenan dentro de mi como un harpa filarmónica, Miro mi cuenco y dentro hay unas bolas hechas con algún cereal que no consigo identificar. En cualquier caso me parece incomible, no le saco ningún sabor a esta especie de croqueta pastosa, pero las niñas lo devoran, da gusto verlas. Algunas incluso repiten.

Me siento algo confusa y ajena, como si yo no formara parte verdaderamente de todo este escenario. Parece un sueño raro. Ciertamente acabo de llegar y aún ronda en mi cabeza la pérdida de la maleta. En ella tenía guardados los diez pañuelos de lentejuelas para bailar danza del vientre con ellas. ¡Qué disgusto tengo! Entonces, una de las niñas mayores me habla en inglés y yo le contesto. No le entiendo bien el acento, ¡otra vez ese deje extraño! Ella me repite la pregunta y al comprobar mi incapacidad con el idioma, hace un gesto de desdén y mira para otro lado.

Al rato me cogen de la mano y me llevan al cuarto de juegos. Allí hacemos manualidades con Fani que les peina el cabello y les da mimos. Observo todo con cierto fastidio por no saberme integrada en este festín de besos y abrazos. Llega la hora de los deberes y ayudamos con el inglés y las cuentas. Las niñas se aplican hacendosas a sus cuadernos sumergidas en un silencio inaudito. Tras la hora de estudio, comienzan la fiesta y los bailes. Ponen su canción favorita, una de Shakira, me dice Nima con sus preciosos ojos rasgados y el pelo negro azabache que le pende recto y liso como una plancha hasta la base del cuello. Nima con sus ocho años recién estrenados, comienza a bailar con brío y soltura enfrente mío, como queriendo demostrarme lo buena bailarina que es. Le siguen otras niñas y acaban bailando todas. Yo les aplaudo y me río, asombrada por la vitalidad, frescura y elegancia de sus pasos y piruetas. Son ángeles y todavía no me he dado cuenta.

Maya

Llueve torrencialmente sobre Pokhara. Ríos de agua anegan las zanjas y cunetas de calles y callejuelas. Un fino chubasquero aísla mi cuerpo de las gotas incesantes que todo lo empapan. Hemos olvidado la linterna frontal en el hotel y caminamos instintivamente en la oscuridad de la noche, intentando no pisar los charcos formados sobre los altibajos de la calzada. Aún así, piso un montón de ellos, ¡no veo nada! Casi a tientas, yo sigo el paso a Yolanda, mi amiga de caminatas. Después de pasar cinco días perdidas en las altas tierras de Mustang, el reino prohibido del Himalaya, nos sentimos rendidas y también hambrientas. De camino a la zona hotelera, tropezamos con numerosos suzukis blancos, que vienen y van con sus faros iluminados, ofreciendo servicio de taxi en la ciudad. Como de costumbre, los vehículos se pitan unos a otros a cada trompicón por el asfalto inundado. Nunca pensé que fuera a regresar a Pokhara, habiendo encontrado tantos obstáculos en el retorno de nuestras marchas... Enfermedades, síntomas de mal de altura, un vuelo cancelado por las condiciones metereológicas, mal estado de las pistas de tierra..., y mi vuelo de vuelta a Europa a punto de efectuarse a poco más de 200 kilómetros. Nunca pensé que llegaría a tiempo. Pero he llegado a Pokhara y mañana, según las previsiones, llegaré a tiempo a Kathmandú para agarrar mi vuelo de regreso a casa. 

Sigue lloviendo muy fuerte. Cuando alcanzamos una calle iluminada, me separo de mi compañera, ella va en busca de una farmacia. Yo subo por unas escaleras metálicas que me conducen a una terraza. Se trata de un restaurante de cocina india con mesas a la luz de las velas. El local se encuentra en plena calle turística de Lakeside, pero no hay vistas al lago, éste permanece callado bajo el negro cielo encapotado. Sobre las mesas, algunas parejas charlan acarameladas, mientras saborean platos de hummus y beben piña colada. Del techo de paja enebrada penden grandes ventiladores, que añaden más aire a la tormenta de afuera. 

Escojo el mismo asiento acojinado donde cenamos la primera noche a nuestra llegada, antes de emprender la marcha al Himalaya. La tormenta sigue arreciando y el viento se levanta, de modo que el aire penetra en la terraza. Siento frío esta noche del 31 de agosto, mi piel se pone de gallina, apenas he traído ropa. Miro delicadamente el menú de la carta. Sobre la solapa, indica: Maya Restaurant. Y se enciende en mi cabeza la palabra Maya. Recuerdo que Yolanda me tradujo esta palabra. Maya es Amor. Vuelven los escalofríos, la lluvia truena en mis orejas. Una sonrisa, mientras tanto, se dibuja en mi cara, la palabra amor está sobre mi mesa. No he pensado mucho en ella a lo largo de mis peripecias en Nepal, pero en cada letra, Maya aletea. ¿Aún hay lugar en mi vida para el amor? Puede ser, digo para mis adentros, puede ser... De repente, veo aparecer a mi compañera, que sube jadeante por las escaleras. Está envuelta en su capa de lluvia y tiene la cara empapada. Le sonrío y le muestro mi limonada: "¿Qué pedimos para cenar...? Aún no he pensado nada".

                                        Restaurante Maya de Pokhara

Help

Veo a las niñas por última vez durante una mañana húmeda de primeros de septiembre. Ellas se alejan caminando en fila india, con su uniforme de escuela, intentando no pisar los charcos con sus zapatos recién cepillados. Yo solamente les miro, desde la verja de hierro que protege la casa donde vivo. Al final del sendero vislumbro el colegio donde estudian, Lords Light Academy. A las niñas más pequeñas ya no las veo, se alejaron hace unos minutos, correteando. Algunas niñas mayores, con sus alegres doce años, voltean la cabeza una vez más, y me dicen adíós con la mano. Yo les sonrío y les saco una última foto.

Aún tengo que hacer la maleta, antes de dirigirme al aeropuerto. Regreso a mi habitación y recojo toda mi ropa, reubico los regalos, ordeno algunos trastos... Creo que ya está todo. Todavía no me marcho, doy un paseo por el barrio. Antes, vagar sola entre los perros me daba miedo... Ahora simplemente les esquivo. El día es hermoso, ha escampado. Observo el ganado, que atraviesa una vereda de barro. Justo al lado, un puñado de niños juega al fútbol en el campo. De vuelta a la casa, me despido de Arya, la persona encargada de la limpieza y la comida, una verdadera madre para las niñas. Aunque Arya no sabe inglés, hemos aprendido a comunicarnos... Nos damos un beso, intercambiamos sonrisas. Tras muchos intentos, aprendí a decir "gracias" en su idioma, una y otra vez se lo digo. Danebat, danebat...

Arrastro mi pesada maleta por el camino encharcado, tropiezo con algunas piedras y grava. Voy dejando atrás la gran casa de cemento donde he pasado mis últimas semanas. Una vez más, contemplo su fachada de tres plantas, su escueta balconada donde aún pende al aire, secándose, la ropa mojada. Adiós, quizás vuelva.

Por fin, me detengo en la carretera principal, en la cuneta, a la espera de algún taxi que vaya de camino al aeropuerto. Los coches pasan veloces y pegan bocinazos, pero ninguno puede llevarme. Comienzo a preocuparme, se hace tarde para mi embarque. Un taxi viene, pero ya está ocupado. Otro taxi! es el mismo de antes, tampoco esta vez se detiene. Me temo alguna huelga. De repente, un joven motorista frena a mi lado. Lleva un casco negro reluciente y unas gafas de sol prominentes. "Do you need help?", me pregunta. Le explico que necesito un taxi cuanto antes. El hombre se queda a mi lado. Mira mi maleta enorme, en la moto no hay espacio suficiente. Por fin, aparece un taxi. El joven desconocido aún permanece a mi lado, montado sobre su asiento de cuero. "Thank you", le sonrío con alivio. Subo al taxi y me marcho. Ya no volveré a verle. 

Hoy abandono las cumbres más altas del planeta, para regresar a casa. A través de los cristales, veo pasar las cañerías rotas y sus desagües, la gente que va y viene, los atascos estridentes, el río Bagmati surcando el templo de los monos, los tubos de escape... todo queda atrás, desde mi ventanilla del coche.





                                     La última vez que vi a las niñas

Continuará...



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