Marruecos

Es como despertar y abrir los ojos. Un día desperté de pronto, y supe a dónde dirigir el siguiente paso. Toda la vida deseas algo, pero como el deseo es voluble, coges un poco de aquí, otro poco de allá, y así pasas el rato. Corría el año 2011 y yo no sabía aterrizar mi deseo, esa voz interna que nos habla muy dentro. Entrenando. Pasé mucho tiempo de entrenos, escuchando. Y al fin, el deseo, la voz me habló y me contó un secreto: Cumple tus sueños.

Y empecé por rescatar mis revistas, las fotografías que llevo impresas en un lugar parecido al viento, que no se ve a simple vista, pero se siente en silencio. La primera imagen fue el Desierto, el desierto del Sahara del continente africano. Ese lugar me cautivó hace mucho tiempo, cuando aún iba al colegio. Y la huella de su misterio me persiguió muchos años, hasta los veinte, por lo menos. Qué alegría. Después de tanto esfuerzo, ya tenía en mis manos el primer pedazo, para encajar en el puzzle de los sueños. Una decisión había tomado. Pasaría el año nuevo en el Desierto africano.


Casablanca


La ciudad de Casablanca me recibe un 26 de diciembre con una brisa ligera. Al salir del aeropuerto, un sol tímido y templado apuesta por colarse en el invierno que arrastro de Europa. Las copas de algunas palmeras incitan a sumergir mis piernas en la urbe de asfalto. Subimos a una furgoneta estrecha, donde ya sentados esperan mis compañeros/as, en adelante, mis amigos/as en la travesía sahariana.

Alrededor de 600 kilómetros nos separan de Errachidia, una región empobrecida de Marruecos, muy bella, situada entre la cordillera del Atlas y el desierto del Sahara, donde pasaremos unos días pintando la escuela rural de una aldea. El viaje es largo y cansado. Las carreteras no son buenas. La velocidad, lenta. Recuerdo la primera estación de servicio, que nos anuncia en voz alta Lorena, integrante de Camino Al Sur, la asociación que organiza la expedición. Paramos. Es hora de hacer un descanso.

Una falta de pavimento, un ancho pedregoso salpicado de basura en su lugar, es la puerta de entrada a una hilera de toldos que se asimila a un mercado, donde venden té, comida, frutas y elementos de droguería variados. Mesas y sillas de plástico ennegrecidas invitan a no sentarte mucho tiempo. Necesito ir al baño. Ahi tengo la primera vista de un agujero en el suelo, dentro de un pequeño habitáculo, donde me introduzco y cierro mediante una trampilla endeble que una compañera sujeta desde fuera. Intento no tocar nada que no sea mi pañuelo de papel. Qué maravilla, ya estoy fuera del mundo, del "mundo" que conozco, ya estoy viajando.

Para matar el hambre, compramos unas naranjas, unas galletas empaquetadas, pan redondo, quesitos y botellas de agua, que comemos de pie, allí mismo. Pronto aprendo que las naranjas de este país son dulces y jugosas, que las galletas llevan colorantes inéditos, que el pan es curiosamente tierno y que el agua sólo la bebemos nosotros. El té verde azucarado es la bebida nacional de Marruecos, sin olvidar las hojas de menta fresca que aromatizan el trago. Aún quedan muchas horas de camino, continuamos.



 

La escuela del desierto


Es noche cerrada desde mi asiento. Sólo siento las curvas que contorsionan mi cuerpo, y un frío intenso que entra por la ventanilla de un conductor autóctono. ¿Por qué nadie cierra la dichosa ventana? Es mejor así, no sea que el chófer se duerma. Llevamos cerca de once horas en movimiento. La silueta de unas colinas encrespadas me inducen a imaginar un paisaje árido, con algunas palmeras, quizás predecesoras de un bello oasis de verde hierba. Es difícil dormir algo. El resto del grupo parece dormitar en silencio. Yo siento un atisbo de preocupación cuando veo al conductor meciendo su cabeza, como si el sueño le venciera. Prefiero pensar que si muero, al menos será cerca del desierto. Prefiero pensar que lo más probable es seguir viviendo.

Por fin, la furgoneta se detiene. Hemos llegado a una escuela. Se vislumbran varios edificios de una sola planta, pero no hay nada más, solamente una explanada de tierra y piedras, a modo de patio de recreo, y una muralla que nos rodea. Perezosos y adormilados, vamos saliendo a la noche estrellada. Qué preciosidad de cielo raso estrellado y qué frío tan intenso. Nunca antes sentí este frío. No sorprende su crudeza, sino su sequedad y aspereza. El viento me produce escalofríos. Atrás quedó el aire templado de Casablanca. Me agarro bien a mis propios brazos y entro en un aula vacía, igualmente fría como el hielo. Parece que hay gente durmiendo. Tendemos nuestros sacos sobre el suelo, intentando no hacer ruido. Y dormimos. O al menos, lo intentamos.

El día amanece y abro los ojos. A mi alrededor, 25 personas permanecen tumbadas y llenan el suelo de terrazo, no queda un solo hueco. En mitad de todas ellas, los equipajes hacen barrera. Si quisiera acercarme a la puerta, tendría que pisar camas ajenas o apartar torres de maletas que podrían caer en la cabeza de cualquiera... Muy divertido. Pienso y digo: ¿Qué pinto yo aqui en esta escuela? Ah sí, vine a cumplir un sueño. Y fortalecida por este pensamiento, ignoro el frío que atenaza mis articulaciones, las caras desconocidas que aún duermen sobre polvorientas esterillas, los miedos que hasta ayer alumbraban mi cabeza. Ignoro todo eso y respiro. ¡Bienvenido, mundo de los sueños!

Ahora, con la luz del día, podré explorar la escuela y todo cuanto me rodea...


 Aspecto del "aula-dormitorio" 

                                           La puerta queda entreabierta a merced del viento
                                           Una piedra en el suelo hace de sostén improvisado



El pincel mágico


Polvo y piedras. Un par de niños en bicicleta. Varias niñas sonríen desde la puerta. Apenas unas chanclas sujetan sus pies sucios por la tierra. Se produce el primer contacto, el primer cruce de miradas, las primeras palabras. Qué rara me siento, todo es nuevo y distinto, extraño. No entiendo nada de lo que dicen estos niños, pero me quedo mirando, ellos murmuran algo y se ríen de vez en cuando. Seguramente, se ríen de nosotros. Qué lejos y qué cerca estamos. Aún no sé si me gusta esto, pero sigo mirando. Tras los muros de la escuela, sobre pistas de tierra, se adivina una aldea de color arcilloso, seguramente adobe, camuflada con el ocre de la arena.

Una voz ajena me saca de lo absorto, nos llaman al desayuno. Vamos a una casa contigua. Somos un grupo variado. Hay personas procedentes de muchos puntos: País Vasco, Madrid, Andalucía, Murcia, Valencia, Galicia... También llegan de Colombia y Argentina. La mayoría somos mujeres, entre 20 y 35 años. Me enloquece el pan tierno, aún caliente, que unto con esmero sobre el aceite de oliva desparramado sobre un plato. Intento aprender nombres, despacio. Prefiero el café humeante entre mis manos, al té verde azucarado. Básicamente, lo pruebo todo: Crema de cacao, mermelada, zumo... No hay nada semejante a un buen desayuno.

Nos dividen en grupos, con la misión cada uno de pintar una escuela de la zona. A mi grupo, nos toca el colegio de una aldea cercana, situada a unos dos kilómetros. Montamos en un vehículo y paramos minutos después junto a la carretera. La escuela que vamos a pintar es muy pequeña, apenas tres edificaciones rosadas, de una sola planta, planean sobre un terreno reseco, albergando un total de dos aulas y un comedor restaurado.

La técnica de trabajo consiste en pintar primero a tiza la figura elegida, después colorearla por dentro, y por último, perfilar todo. Elegimos dibujos graciosos entre un montón de ilustraciones que nos han pasado. Mientras un dibujante de mi equipo define con tiza los primeros iconos, otras personas nos dedicamos a mezclar colores desde el suelo. ¿Cómo era el verde? De repente, una imagen de mi infancia acude a mi mente y me veo con siete años, obteniendo el color naranja, a partir del amarillo y el rojo. ¡Soy niña de nuevo!

Ya tenemos varios colores frescos, mezclados sobre tapas con la ayuda de un cubo de agua. Tengo un pincel en la mano. Frente a mí, la pared impoluta. ¿Y ahora tengo que posar la brocha y mancharlo todo? Intento controlar el pulso y doy un trazo. No queda mal del todo. Me gusta saber que soy autora de algo nuevo, que transformo. Una sonrisa despunta en mis labios. En este festival de pinceles y brochas, desde el aula asoma la cabeza algún niño avispado. Todos los niños y niñas están dentro del aula recibiendo clase en este momento, pero ya tenemos algunos curiosos que se acercan a mirarnos. La aventura ha comenzado.


                                                                      Camino a la aldea

La escuela antes de pintar
                                                                 La Escuela antes de pintar

                                                                   Primer esbozo con tiza


Bob Esponja


Las noches son frías. Llego al dormitorio embutida en un plumas. Me quito solamente las botas e introduzco mi cuerpo forrado en el saco. Siento en mi nariz que se cuela el aire helado. Debo dormir, no puedo. Ya hemos apagado la luz, pero charlo con mis compañeros, estrechamos lazos. Somos más de veinte personas compartiendo el mismo techo, apretujadas entre paredes y maletas, algunas durmiendo con guantes y bufanda; y todo eso, que al principio era horrible, nos empieza a hacer gracia. Y nos reimos a carcajadas.

Por la mañana, me siento sucia y tengo el frío clavado. Llega el momento de mayor desaliento. ¿Quién me manda venir a este sitio lejano, donde no puedo ni darme una ducha? Estoy pegajosa después de varios días. Saco mis toallitas húmedas y me limpio, mientras permanezco dentro del saco. Mis amigas y amigos hacen algo parecido. Ya vestida salgo al patio, al fondo se encuentra algo parecido a un baño. De la pared, se desprende una especie de grifo. Intento lavarme la cara, al menos quiero quitar las legañas. El agua congelada choca directa en mi rostro, así me siento recién duchada.

El delicioso desayuno me reconforta, después de todo. De nuevo, vamos camino a la escuela y allí nos reciben con un té caliente y unos higos. La hospitalidad se agradece mucho. Estamos pintando la cara norte y toda la mañana da la sombra. A ratos paramos, para calentar las manos con el sol naciente que se yergue al frente. Volvemos a la pared con nuestros pinceles, y así pasamos el día, entre el calor de la gran estrella y el té humeante que nos brinda un humilde conserje.

Formamos un gran equipo de pintores y pintoras. Juntos cooperamos, nos ayudamos. Sin más instrucciones, trabajamos por parejas, en perfecta sintonía con la tarea. Terminamos las figuras del deporte y pasamos al monstruo de las galletas. Para el comedor, elegimos las imágenes de un panadero y una cocinera. En la pared de fuera, queda pendiente un Bob Esponja, pero no recordamos el color de su ropa. Preguntamos a los niños de la escuela. Para nuestra sorpresa, pronuncian su nombre en francés con delicadeza, pero seguimos sin descubrir cuál es su vestimenta.

Finalmente, quizás inspirados por el color del mar donde vive este animal, le pintamos un pantalón azul turquesa, ¿será correcto? Posiblemente, no. Pero a los niños les gusta. Les gusta tanto lo que hacemos, que vienen en tandas a presentarnos sus propios dibujos para pintarlos, nos piden los pinceles, pintan con sus manos. Están realmente intrigados. Niños y niñas en volandas se acercan a ayudarnos. Les dejamos. Aún parecen desconfiados, pero el pincel en la mano les fascina, les ilusiona.

Y así, entre pinceles y brochas, otro día ha terminado. Para compensar el frío de la sombra, nos acercamos a un hotel cercano a tomar una cerveza autóctona. Por unas horas, regresamos a ciertas comodidades: Sillones con respaldo, una chimenea que adormece, un baño en el que lavar las manos, ¡una taza de báter...! Papel higiénico perfectamente enrollado, lo echaba tanto de menos. A mi alrededor, me acompañan más de veinte sonrisas. No sé muy bien a dónde se dirige mi vida fuera de este desierto, pero en cualquier caso, siento algo muy dentro: Estoy en camino, estoy caminando. Por cierto, el pantalón de Bob Esponja es marrón, ¡a la vuelta del viaje nos dimos cuenta!

Pintando a nuestro amigo Bob Esponja

 
Dos niños se acercan a pintar

                                                          Detrás Bob Esponja con pantalón azul

  Mi favorito: El Monstruo de las Galletas

                                                                      El momento cerveza

Un momento de luz


Me despierto y el frío ya no parece tan intenso. Es molesto tener que utilizar toallitas húmedas para limpiar mi cuerpo, pero el organismo se acostumbra rápido. Mi cuerpo se adapta, responde, se siente cómodo. Estoy contenta. Después de otro delicioso pan tierno como desayuno, regresamos a la escuela. Apenas queda colorear algunas partes y repasar otras con brocha negra. Como siempre, el entrañable conserje de rostro arrugado y buzo azul cobalto, nos recibe con un té verde humeante. Esta vez, también nos ofrece un vaso de leche de cabra, blanca como la nieve, con un punto ácido que refresca la boca suavemente.

Seguimos un rato pintando la cara norte, a la seca sombra que enfría las articulaciones, pero el sol enseguida calienta y reconforta. Es un placer parar un momento y beber la infusión caliente a sorbos, mientras buscamos los rayos brillantes. Los niños y niñas pierden el miedo, ya no sólo se acercan y miran, también se ríen, corren y trotan levantando el polvo de la tierra a su paso, nos cogen de las manos, nos quitan los pinceles con cierto entusiasmo, nos proponen que pintemos una cosa u otra. Hablan en tamazight. No entendemos nada, pero sus gestos delatan los secretos del alma. Quieren divertirse, quieren jugar, es fantástico.

En ese momento, intentamos recordar los juegos de la infancia. ¿Cómo era el corro de la patata? Yo también jugaba a las palmas. Deletreo melodías en mi mente, ahondo en mis pensamientos de niña, rescato viejas fotografías. Y entre todas mis compañeras, formamos un gran corro, nos cogemos de las manos todas y todos, y bailamos al son de las canciones recobradas. Acuden niñas muy pequeñitas, con sus vestidos descoloridos y sus pañuelos lindos pendidos sobre sus cabezas. Los niños más mayores se pelean entre sí por agarrarme de la mano, nunca antes me sentí tan importante. ¿Discuten por darme la mano...? Abro y cierro los ojos, ¡es cierto! Solamente, me río. Me río desde dentro, con la certeza de estar viviendo en presente, junto a las risas de estos niños y niñas que no entienden nuestras letras. 

Un momento de luz justifica mi vida entera.

Al terminar la jornada y regresar al dormitorio, otro regalo nos espera. Esta tarde vamos a... ¡bañarnos! Contagiados por la alegría, festejamos la noticia entre aplausos. Uno a uno, nos entregan una bolsita con jabón marroquí negro y un áspero guante para eliminar células muertas. Iremos a un hamam, un baño público árabe de la ciudad de Errachidia, no de los que están pensados para turistas, sino uno auténtico. Pienso en el agua caliente sobre mi cuerpo y sonrío.

El hamam se divide en dos áreas, una para hombres y otra para mujeres. Una luminosa recepción de azulejos acondicionada como vestuario, precede una enorme sala rebosante de vapores, donde niñas y mujeres de todas las edades permanecen sentadas en ropa interior sobre un suelo de piedra humeante. Con ayuda de sus brazos, las mujeres vierten cubos repletos de agua caliente sobre sus cuerpos enjabonados. Con los guantes, se frotan unas a otras, enérgicamente. Las mujeres mayores exfolian a las niñas más pequeñas, las restriegan y enjabonan con aspereza, con la cierta experiencia que deben dar los muchos años de baños. Seguidamente, se vierten cubos de agua sobre sus cabezas, con el rostro relajado por la alta temperatura del ambiente.

Al principio, me siento desubicada, al verme ahí sola, medio desnuda, en mitad de la humareda ardiente, con un cubo vacío en la mano. Qué calor hace, me mareo... ¿Y si me desmayo? Pero... ¿cómo llenamos el cubo? Enseguida aprecio que de las paredes, emergen grifos de hierro que expulsan agua hirviendo y agua fría, según los casos. Me acerco y relleno. Respiro el vapor con profundidad y firmeza, porque sé que me limpiará por dentro. Y sencillamente, copio lo que veo. Me siento sobre el suelo mojado, extiendo el jabón por mi cuerpo, con el guante me exfolio, y finalmente me baño. Empiezo a disfrutar con el ritual de los cubos, me los echo bien repletos por encima de la cabeza, y el agua caliente chorrea por todo mi cuerpo. Qué gusto. Esto es el baño público.


El tesoro de Marruecos


Ya falta muy poco para terminar esta curiosa misión en la que embarqué mis sueños remotos una templada noche de otoño. Los botes de pintura que hace unos días derrochaban aroma a barnizado, asoman ahora casi vacíos sobre el suelo del patio. Apenas quedan colores primarios con los que obtener nuevas mezclas. Poco importa. Porque hemos aprendido a trabajar con lo que tenemos, nos apañamos con las sobras.

Hoy es 30 de diciembre de 2011. En este lugar del mundo, en este desierto de arena y roca, en esta escuela orillada entre una aldea polvorienta y su única carretera, no encuentro un sólo rastro de la navidad europea. Aquí los niños y niñas no reciben regalos. Aquí los niños y niñas juegan con sus pies y con sus piernas, unas pocas bicicletas y un único balón que comparten entre decenas.

Elevo mi cuerpo de un soplido y navego un continente más arriba. Imagino a mi sobrino de un año, a quien tanto quiero, bien abrigado en su cochecito. Así visto, me parece un niño rico. Sobre los edificios, distingo los calles decoradas con motivos navideños, los centros comerciales con sus árboles gigantes, engalanados con bolas brillantes que invitan a la magia de los sueños. Descubro, bajo las nubes invernales, el tránsito de personas por tiendas, comercios de moda, tenderetes ovillados en plazas y parques iluminados, rematando sus últimas compras. Aún queda por celebrar el día de Reyes.

Y devuelvo la mirada a estos niños y niñas del desierto. Se acercan ilusionados con una hoja de cuaderno. Alzan su cabecita, entre sonrisas, y nos regalan sus dibujos hechos a mano con apenas un lapicero. Siento que la navidad la tengo aquí al lado, y me alegro de estar lejos de todo aquello.

También hoy es día de juegos. Retomamos las diversiones que ayer interrumpimos, el corro de la patata, las palmas, las canciones de la infancia... También aprendemos algunas palabras. Nos revelan sus nombres, Guarda, Aisha y Fátima; me siento junto a ellas, vocalizo mi nombre y les hace gracia, todas nos reímos. Les encanta la cámara de fotos. Son niñas coquetas. Hacemos la misma fotografía, una y otra vez, y se miran divertidas. Ahora me levanto, me sacudo el polvo y alzo la vista hacia otro lado. Se acercan otras niñas, aún más pequeñitas, y también me dan la mano. Caminamos. Observo a mis compañeros, todos corren y juegan con varios niños colgando de cada brazo. ¡Es muy gracioso mirarlos!

Aquí y ahora soy feliz. No necesito nada más que caminar despacio, detener este momento en mis brazos, saborearlo. Mi corazón late despierto. Entre mis dedos aún manchados de pintura, tengo agarrado el tesoro de Marruecos. No quiero soltarlo.


                                             Jugamos al "corro de la patata"

 
Los niños se agrupan para la foto

Un compañero juega con "niños colgando"

 
                                             Con Guarda y Fátima a cada lado



Y llovieron las flores


El día que va a acabarse el año 2011, me despierto dentro del saco con la ilusión de una cama en mi mente. Añoro un lecho blandito en el que estrujar mi cuerpo entre las sábanas... También echo de menos un poco de agua corriente con la que lavarme, sin tener que salir al frío helado de la noche... Quiero olvidar para siempre las toallitas húmedas y darme una ducha caliente.

Nuestra última jornada en la escuela es una fiesta. Todas las paredes están prácticamente terminadas. El resto de grupos ya tienen sus escuelas pintadas y vienen de visita a conocer nuestro trabajo. Entre tantas nuevas manos, agregamos motivos florales, trenecitos con letras, frutas sabrosas de distintos colores que adornan, más si cabe, la sala donde se come. Trato de memorizar para siempre las imágenes que transcurren delante. Me fijo en el conserje. El buen hombre se pasa la mañana persiguiendo a los niños traviesos del patio. Es tan amable. Además del té verde, nos ofrece higos, pistachos, cacahuetes... Hoy también prepara rebanadas de pan untadas con lentejas, que reparte entre los escolares. Los niños y niñas engullen su rebanada entre las manos, mientras caminan hacia clase entre saltos alegres.

No sabemos por qué estas personas se empeñan en hacernos felices. Junto al comedor, en la calle, han sacado una gran mesa de madera, con una fuente de comida en mitad de ella. La mamá de alguien ha preparado una exquisita receta de pollo y verduras sobre un lecho de sémola de trigo, tiernamente humeante. La textura es finísima, el sabor ligeramente picante, y en el paladar se funde el toque dulce de un puñado de uvas. Es el mejor cous cous que he probado en mi vida, debe tener el cariño de quien hace las cosas al fuego, lentamente.

Cuando terminan las clases, los niños y niñas nos conocen perfectamente. Corren hasta nosotras y nos piden que juguemos, con insistencia. Una tanda de palmas, algunas carreras... Esta vez, se ríen abiertamente. Sus miradas inocentes me traspasan como una lanza en su diana. Ya no podré olvidarles. Es hora de irse y me duele. Damos unos pasos, los niños nos siguen. La furgoneta está esperando en la puerta. Montamos y el motor suena. Desde la ventanilla, me quedo mirando a las niñas con las que he jugado hace un rato. Están enseñando a sus amigas los juegos de palmas que hemos compartido antes. Se muestran radiantes. Intento seguirlas con la vista, hasta que desaparecen.

La furgoneta se mueve y arrastra mi cuerpo a alguna parte, mientras mi corazón se agarra a la verja de la escuela. Esta noche, 31 de diciembre, dormiré sobre un colchón de hotel, junto a las dunas con las que he soñado siempre, desde que era adolescente. Veo pasar camiones, que trotan veloces por la carretera, camino a los rallys de la zona. No es justo que estas niñas y niños tengan que soportar el ruido que levantan los trailers, a su paso por la aldea. No es justo este mundo construido en función de intereses, mientras muchas personas vulnerables no acceden a las mismas oportunidades. Yo voy a mi desierto, a cumplir un sueño, pero siento que mi desierto es toda esta gente. Mi desierto es un jardín lleno de flores.


La Gran Duna


La felicidad, esa cosa escurridiza que muchos persiguen, envidian, anhelan, disfrutan o lloran... La felicidad sacada a bolsa, en cotizaciones, la felicidad prostituída, la felicidad de la gente sencilla, contra la corriente, en las noches de manta y cine, con la rica cena como aliciente. ¿La felicidad se compra o se vende? ¿La felicidad se busca? ¿Se alcanza algunas veces? ¿Se encuentra?

Este mes de diciembre que ya muere, me acuerdo de la felicidad y la nombro, la tengo delante. Una carretera infinita, llana y preciosa con vistas a la soledad, sobre un paisaje inerte que se funde con el horizonte, antecede al pueblo de Merzouga. La furgoneta avanza bajo el sol de la tarde, todo es luz y aire. Regresan a mi mente los niños y niñas de la escuela, ya está lejos su estela, pero tengo dentro su huella. Poco a poco, más allá de las llanuras, se adivinan las dunas. Es vibrante sentir que nos acercamos velozmente a estas espléndidas formaciones arenosas de Erg Chebbi.

La primera visión que tengo de la Gran Duna es sobre la azotea de un hotel revestido de adobe. Toco sus paredes y se deshacen entre mis uñas, soltando espigas de paja y arenisca. Siento una emoción muy grande al contemplar esta enorme duna de más de cien metros. Impacta su figura, su silencio me turba. Está atardeciendo y la luz dorada ilumina su anatomía desnuda. Miro al grupo con el que viajo, todas y todos andan de un lado para otro haciendo fotos, ¡están muy contentos! Yo misma pido a un compañero que inmortalice la escena conmigo. Unos posan y otros llaman con el móvil a sus familiares de España, desde esta misma azotea, para desear un feliz año 2012, que en pocas horas comienza.

Vencida por los nervios, agarro el teléfono y llamo a mi hermana, a mi madre, a mi cuñado... Intento relatarles, en pocos minutos, esta maravillosa aventura teñida de niños de escuela. No existen palabras para acertar a describir lo que he vivido, lo que estoy viviendo, un punto final, un comienzo, un último día de invierno en el que me veo saboreando una meta perseguida durante años, una meta que fue adormecida con los sedantes de la rutina, un sueño que por fin comienza, que se realiza. No grito, no enmudezco, solamente veo y siento. Sonrío. Infinitamente, sonrío. La felicidad no se compra, no se busca, no se encuentra. La felicidad de la vida es un momento. La felicidad es. ¡Está siendo!

                                                              Atardece sobre la Gran Duna


Tú lo has dicho


Es la noche. El grupo intenta acomodarse dentro de los sacos, en el aula vacía de la escuela de Marruecos. María, una amiga de ruta, me pregunta: "¿Por qué decidiste hacer este viaje?". Es una cuestión muy habitual entre los miembros del grupo.

Me quedo pensativa, miro en mi cabeza un momento, rastreo los motivos... Le contesto: "El desierto siempre me ha llamado. Quería cumplir el sueño de pasar en el Sahara la última noche del año... También me atrae el voluntariado, sentía la inquietud de hacer algo simbólico. Pintar una escuela era estupendo, no tenía que pensar, sólo concentrarme un poco".

Permanecemos dentro del saco, sentadas sobre el suelo. María replica con media sonrisa: "Entonces, este debe ser el viaje de tu vida. Desierto y voluntariado, todo junto. Vamos, este es el viaje de tu vida". Mis oídos escuchan perplejos, sus palabras resuenan en mi pecho. Se escapa una mueca graciosa de mi boca, asiento lentamente, como para mi misma, y respondo: "Sí... El viaje de mi vida. Tú lo has dicho".

Hace frío. Me tumbo y me tapo el cuerpo entero. Alguien vocea: "¿Estamos todos?" Acto seguido, apagan la bombilla que pende del techo. Otro día ha terminado. Repaso mentalmente lo que estoy haciendo: "Hoy tampoco me he duchado, qué incómodo... He hecho un montón de amigos nuevos, cuánto me estoy ríendo... Llevo días pintando paredes rodeada de niños, en mitad de un desierto precioso salpicado de palmerales. Parece la nada y luego está todo lleno. Qué bien me sienta el tajín de pollo, estoy comiendo muy limpio, tengo el estómago perfecto". Cierro los ojos y duermo.


La llamada del desierto


En los días oscuros, me refugio en el desierto. Allí todo es luz. Allí es el tiempo detenido, pasado y futuro apresados por la certeza del instante luminoso.

Viaja mi mente a ese lugar precioso. Descanso un rato sobre las montañas de roca y barro suspendidas en la lejanía, sólo conmovidas por la erosión del viento en sus crestas dormidas. Siento la paz ondulante de las dunas, que acaricia mi corazón rojo. En él, palpitan las risas de los niños, son destellos de esperanza que me agarran de la mano, y juntos caminamos, despacio, mientras un incendio me prende por dentro.

El viento de la llanura pedregosa bate, en silbidos, las ramas de las palmeras erguidas hacia el cielo. El movimiento de sus copas redondas dibuja una parte de mis sueños. Y me cuenta que detrás de un sueño, siempre aparece otro. Que cuando te atrapa el deseo verdadero, una telaraña de sueños se teje por dentro. Y ya no puedes escapar. El desierto es mi alivio, el Sahara precioso que palpita en mi cuerpo, donde descanso en los días inciertos.

En el desierto, siempre puedes ir más lejos. Puedes poner un paso detrás de otro. Puedes echar la vista al horizonte y abrirse otro nuevo. Puedes mirar al cielo estrellado y sentir el peso del universo. Puedes intuir la libertad de la tierra desnuda, navegar en sus recodos áridos, beber de un manantial helado y refrescar el cansancio. El desierto es la vida desesperada que permanece en silencio. El desierto me atrapó una noche del uno de enero. Una hoguera prendida. Un abrazo. Todo eso trataré de contarlo.


Nochevieja


Después del silencio de la duna, un hotel de locura. Qué maravilla... Una habitación, ¡una cama! Un baño de azulejos. Hay espejo... ¡Ducha! Antes de eso, advertimos: "Cuidado con el agua caliente, igual no llega para todos". ¡Me pido la primera! ¡Yo, segunda! Mientras espero mi turno, me tiro de un salto al colchón y observo. Desde la ventana, tenemos vistas a la duna. Es grandioso. No puedo pedir más en el último día del año.

Con el cuerpo renovado por el baño, unos y otros bajamos al salón. Son cojines nuestros asientos y hacia ellos avanzan, entre notas alegres, varias danzas bereberes. En mis oídos, resuenan los tambores y el zumbido de hierro de unos crótalos. Varias mujeres de negro con su rostro cubierto, danzan cogidas de la mano, monótonas, cambiando el peso de su cuerpo de un lado a otro, impulsadas por la cadencia de una percusión profunda y lenta. Sacamos fotos. Grabo las caras sonrientes de mis amigos. ¡Estamos felices! Pletóricas, todas y todos. Tras el recibimiento caluroso, bebemos té verde y charlamos. Aún me cuesta creer que es Nochevieja. Algunas personas de mi grupo agarran unos tambores y le pegan con fuerza, mano arriba, mano abajo, creando ritmos divertidos. Otras nos cubrimos el cuerpo de negro y hacemos el baile del desierto, acompasando los tambores en armonía dudosa. ¡Nos reímos!

Se acerca la hora de la cena. Antes, hacemos una lista de bebidas alcohólicas. En Marruecos, existen restricciones, de modo que sólo conseguimos cerveza y vino de la tierra. Aunque la noche promete fiesta, varias personas proponemos ascender la Gran Duna, antes de que el sol de enero asome en el año nuevo. Ver amanecer... ¿Lo conseguiremos? Para cenar, nos distribuyen en mesas redondas. Llevo vaqueros y sudadera, muchas chicas nos pintamos los labios, es el toque rojo para una noche distinta. Hay velas llameantes en los centros de mesa, botellas de vino y frutas de invierno sobre fuentes de plástico. De las paredes penden tejidos y alfombras, la decoración bereber asoma. Ensalada de pepino y tajín de cordero es el menú discreto que nos espera. Nos sentamos apretados y conversamos. Apenas escucho un retazo y me uno al diálogo.

- ¿De qué habláís? - pregunto.
- Decimos que las personas que hemos venido a este viaje, estamos buscando - alguien contesta.
- No es casualidad estar juntos - añade otro - Pensamos que hemos venido por algo.

Entonces, reboto. Me quedo bailando en el significado de todo esto, durante un rato. Me siento muy feliz de estar aquí, junto a seres humanos que comparten mi visión de la vida, mis anhelos. Ellas y ellos también buscan algo, persiguen sueños. Qué bueno habernos encontrado, pienso, y rebañamos el plato del centro, untamos pan en la salsa, degullimos la miga aceitosa contentos, bajo las arcadas blancas y rojas de la sala arabesca.

Falta muy poco para las once en Marruecos, doce en España. Aquí no hay televisión ni campanadas, así que agarramos unas mandarinas y comemos sus gajos, uno tras otro, mientras alguien cuenta en voz alta. ¡Las doce! Nos abrazamos con entusiasmo. Veinticinco abrazos son unos cuantos, todos están llenos de cariño y alborozo, todos me vacían y me llenan desde cero, todos los siento como un bálsamo reparador de todas mis heridas de los últimos años. Una hora pasa rápido y enseguida el reloj roza la medianoche de Marruecos. Nos pasamos una bolsa de cacahuetes, cada uno coge doce granos. ¡Las doce! "Esto ya lo he vivido antes", ironizo... Veinticinco abrazos de nuevo, ¡vaya empacho! El empacho del amor sincero. Pero aún tengo fuerzas para seguir bailando al ritmo del tambor africano. La fiesta ha comenzado. Empiezan a correr cervezas...


Fiesta en mi cuarto


La noche avanza frenética, ya es uno de enero. Bailamos al ritmo de los golpes, el tambor suena, permean las vibraciones muy dentro. Todo el grupo se muestra exultante, contento. Nos acercamos a un puñado de bereberes con turbantes, que tocan los timbales con sus manos, arriba y abajo, entre cantos perennes y profundos, acompasando las voces con movimientos rítmicos. Bailamos con ellos, con mucho entusiasmo.

Nos cogemos de las manos, damos vueltas en corro, bromeamos. La gente baila y mira, ríe y canta, habla o grita, algunos beben agua, otros cerveza. Es muy divertido. La misma melodía se reitera, persiste, hipnotiza el cuerpo hasta quedar exhausto, entre risas. La velada continúa con el mismo canto todo el rato y no me canso. Bailo unos minutos, me siento en la mesa, miro a mis compañeros, vuelvo al baile del corro, paso por arriba y por debajo de los brazos, nos encadenamos. Siento alegría en muy poco espacio. Extasiadas las miradas, reímos veinticinco bocas. Y así con la misma danza y con la misma serenata, la fiesta se prolonga durante horas.

En un corrillo, unos cuantos renovamos el pacto de empalmar la noche con el día, y ascender la Gran Duna antes de que amanezca. La fiesta va terminando y ya llevo unas cuantas cervezas. Tengo mis dudas, pero reitero mi promesa de subir la duna. Ya es todo silencio, hemos quedado los últimos. Como colegiales traviesos, proponemos alargar la fiesta en las habitaciones. Abandonamos el salón arabesco, ahora solamente ocupado por restos de espumillón desperdigado. Afuera hace frío, la piscina iluminada del hotel saca mi cabeza del Sahara. Sólo el inmenso cielo estrellado me recuerda que sigo al pie del desierto.

Continuamos la fiesta en mi cuarto. Cascos de cerveza trotan por el suelo, amigas y amigos nos arrojamos sobre la cama de matrimonio, riendo, contamos tonterías que ya no recuerdo. Jugamos a las películas, unos hacen gestos y otros adivinamos. Todo es muy gracioso. Cae cerveza sobre la colcha, lo seco más o menos. De todas formas, yo duermo en la supletoria. Así continuamos, hasta que algunos se van retirando. Quedamos cuatro personas, una de ellas cierra los ojos. Hacemos un último reto de tirarnos a la piscina, un amigo se echa al agua helada, yo me rajo. Finalmente, caigo dormida. Y digo adiós, entre sueños, a ver amanecer sobre las dunas.


La tremenda joroba


Me despierto con resaca. Inmediatamente, recuerdo que hemos quedado a esta hora para hacer un paseo en camello. No soy amiga de estos bichos, y mucho menos con el dolor tremendo que martillea mi cabeza. Perezosa, me levanto y bajo al desayuno. Soy la última. Intento tragar algo para coger fuerzas y voy al punto de encuentro. Mis compañeros ya están montados sobre los dromedarios.

Este primer día de enero ha amanecido espléndido, pero no tengo ganas de pasear sobre jorobas. Alguien me llama desde lejos, y finalmente monto. Enseguida, estamos caminando sobre las dunas infinitas del desierto. El paisaje es brutalmente bello, pero no disfruto. Paso el camino mareada con el balanceo, asida con fuerza a la montura, arriba y abajo. Poco a poco, nos internamos en la dunas. El sol atiza mi cabeza y tengo una sed tremenda. Qué curioso, estoy pasando sed en el desierto. La gente parece entusiasmada, yo pido agua, pero a nadie se le ha ocurrido llevar líquidos. En fin, beberé a la vuelta.

Pronto alcanzamos los pies de la Gran Duna y nos apeamos de los camellos, qué descanso. A pesar de la sed, me propongo subir unos metros. Mis pies se hunden en la arena, siento desasosiego, me rindo. Una amiga en similares circunstancias post-fiesta, también se rinde y hace "la croqueta" con el cuerpo, duna abajo. Nos reímos. Yo paso de hacer el loco, bastante tengo con mi estado resacoso. Le sigo la pista caminando y me dice que no fue buena idea, tiene arena incluso dentro de la boca. Regreso al dromedario más contenta, pronto beberé agua hasta el infinito...

La puerta del hotel y unos esquís en la puerta, al parecer, los turistas esquían las dunas, ¡eso debe ser la bomba! Otro año, me digo. Recogemos todas nuestras maletas, compro un litro de agua, bebo despacio y subo a la furgoneta. Ponemos rumbo al desierto profundo. Esta noche, vamos a dormir en jaima bajo las estrellas. Lamento los excesos de nochevieja, pero entre sorbo y sorbo, mantengo la esperanza de recuperar mi cuerpo, porque esta noche voy a cumplir, definitivamente, mi sueño. Temo quedar defraudada, pero imploro y pienso: El sueño, en realidad, ya está hecho.


                                                     Aspecto de la Gran Duna durante el ascenso



Hechizo en la hoguera


No sé cuál será mi siguiente paso, después de este sueño. Interrogo al firmamento plagado de estrellas, como si el parpadeo brillante pudiera darme alguna respuesta. Pero el cielo calla. Solamente hablan las llamas de una hoguera que prende en el suelo. El fuego tiene un lenguaje que sí entiendo, me dice que siempre encontraré calor detrás de cada lucha, que pase lo que pase, nunca estaré sola. Eso me tranquiliza, así que regreso contenta a la charla con mis compañeras.

Estamos lejos de cualquier carretera. Hemos llegado hasta aquí por pistas de tierra, atravesando varias decenas de kilómetros de llanura pedregosa, levantando nubes de polvo con el rodaje de los neumáticos. Por un instante, pasan por mi cabeza escenas de cine de duelos sangrientos. En mi fantasía, una silueta solitaria camina en mitad de este páramo yermo, mientras un personaje siniestro le apunta con un arma desde lejos. Comento esta idea a mis compañeros, ríen un poco y miran con cierto recelo, mejor me callo. Verdaderamente, este paisaje desolado despierta una pizca de espanto. ¿Habrá gasolina suficiente? Si nos quedamos solos, ya no sabremos volver a ninguna parte.

Tiempo más tarde, alcanzamos una diminuta aldea arcillosa rodeada de algunas palmeras, en lo que parece ser un oasis. Está atardeciendo. El motor se detiene y descendemos del vehículo. En pocos minutos, el horizonte se tiñe de tonalidades naranjas y rosas. Nunca pensé que el cielo pudiera ofrecer este abanico de sensaciones. Es hermoso observar estos colores tan intensos, mientras el sol se desvanece en la lejanía, regalando una luz dorada muy tenue, que se puede mirar directamente, que acaricia la espalda de las dunas, acentuando su delicada curvatura. Memorizo esta escena para siempre.

No hemos comido nada desde el desayuno y la gran mayoria tenemos hambre, mal humor, incluso. Para el alivio de muchas personas, enseguida nos ofrecen una variedad marroquí de pizza, rellena de cordero y cebolla. Está deliciosa. Después de comer una porción generosa, sigo hambrienta. Bebo el té despacio, como si eso pudiera llenarme el estómago. No importa, ya nada importa, porque esta noche del uno de enero voy a dormir bajo un manto de estrellas en un lugar despoblado del planeta.

Estamos en un recinto de haimas cercado por unas ramas resecas. Delante de ellas, converge un acogedor salón de cojines, amparado por un techo de adobe, que hace de restaurante. Todo es propiedad de una australiana madura que un día decidió dejar su tierra, para ganarse la vida, en mitad del desierto, con este pequeño albergue ecológicamente sostenible. Varios bereberes con turbante parecen ser sus ayudantes. ¿Serán sus amantes? me pregunto, intrigada.

Como cama, escojo la tienda más próxima a los restos de una fogata. Toda la carpa está tejida con piel de dromedario auténtica. Es la más cálida de todas, rezan los bereberes de este albergue, amantes quizás, quién sabe, de esta mujer fornida de las antípodas. Tiendo mi saco de dormir sobre una alfombra gruesa de lona. Después de colocar mis enseres junto a la esterilla, me dirijo al salón a calentarme, ya anochece y comienza a hacer un frío potente.

En el salón de adobe, nos sirven una cena básica, consistente en tajín de pollo y ensalada de pepino, vegetal que, a mi pesar, se reitera. Pruebo un bocado y no me gusta, todo me sabe a la misma hortaliza. Empiezo a padecer un dolor muy fuerte de ovarios, renuncio a seguir comiendo. No puedo creer que me toque hoy justamente, el maldito período. Regreso cabizbaja a mi tienda, abro el pastillero y recuerdo a una amiga, que me dijo un día: "Toma esta píldora sólo en caso extremo". Así hago. Disfrutaré esta noche, sea como sea.

Tras la cena, vamos afuera. Hace un frío intenso, pero han prendido una hoguera. Nos acercamos a sus llamas azuladas y nos sentamos en círculo, alrededor de la lumbre serena. Un hombre del desierto vierte gasolina sobre una orilla y se encienden fogonazos violetas a su paso, que enrojecen mi cara. Conversamos entorno al fuego, reímos un rato, contamos cuentos y hacemos gracias, bajo los astros del cielo. El humo de la hoguera gira violento, cambia con la dirección del viento. A veces, toca torcer el cuello, para evitar su contacto molesto. A medida que las llamaradas calientan mi cuerpo, el dolor de mi abdomen va remitiendo. La noche es limpia y clara. Veo pasar sobre mi cabeza alguna estrella fugaz. No le pido deseos, sólo abandono la mirada y navego por el misterio de esta noche mágica.

Pasan las horas y muchas personas se retiran a dormir. Quedan unos pocos compañeros, que finalmente también abandonan. Me quedo sola frente a la hoguera, ahora suspendida en brasas. Me acompañan dos hombres con turbante que hablan un francés con acento, y una joven extranjera que enciende su ipod y pone canciones de Bob Marley. Hay un silencio en el desierto que se impone más allá de la música, que hace ruido, ¿será la inmensidad? La conversación en francés se queda en susurros, no entiendo absolutamente nada. Intercambio sonrisas con el grupo, me acurruco en mis propios brazos, miro al cielo estrellado de vez en cuando. Ahora suena No Woman No Cry, pero se escucha más alto el sosiego. Miro la luna cristalina una vez más, me despido. No quiero que pase el tiempo, no quiero irme, pero es mejor que duerma. Y contra mi voluntad, me levanto.


Historia de amor


Tumbada boca arriba, miro al techo de la haima. Mis amigos duermen. Arropo bien mi cuerpo con el saco. Es una noche fría, pero el aire aquí dentro está templado, se nota la piel de dromedario. No consigo dormir, ¡estoy en el desierto...! Ya he cumplido mi sueño de los 13 años. Sobre mi cabeza, solamente veo una lona oscura que me atraviesa, sin embargo, soy muy consciente de que encima está el cielo inmenso, y los astros.

Voy a confesar un secreto. En realidad, esta noche no duermo. Paso las horas en vela. Aún así, cierro los ojos, intento sentir con todo mi empeño, este océano de tierra que me rodea. No es felicidad mi estado, sino impresión profunda, me siento terriblemente impactada. Es muy distinto a lo que había imaginado, es un momento atroz y sencillo. La tierra, un saco, la nada y el cielo. Decido pensar que está desnudo mi ser, expuesto al universo, tan lejos y tan cerca de todo. Qué suerte estar viva, me digo mientras sonrío.

Mecida por estos pensamientos, caigo unos minutos en un sopor ligero. Realmente, entre sueños sigo lúcida. Cuando despierto, no sé cuánto tiempo ha pasado, aún es de noche y mis amigos continúan durmiendo. Ya no volveré a cerrar los ojos. Así paso el tiempo, sin nada en la cabeza, vacía, quizás sacudida por alguna inquietud pasajera, que como viene, ya se va, se ha ido. Cerca mío, siento que alguien se levanta y sale de la tienda. Debe quedar muy poco para que amanezca. Decido no levantarme, no quiero romper esto. Cambio la vista hacia la entrada de la carpa, está surcada por una tela rasgada. De repente, un rayo de luz se cuela y, poco a poco, va dibujando una delgada línea dorada a lo largo del suelo. Es muy hermoso.

Ahora sí, me levanto y salgo afuera, es de día. Hay personas desayunando entorno a las cenizas de la hoguera. Sigue haciendo frío, me abrigo. Pruebo un poco de fruta, agarro un huevo cocido y me lo como, bebo sorbos de té tibio. No es el desayuno de mis sueños, pero eso importa poco. El sol ya pega directo. Nos acercamos a las dunas a escribir nuestros nombres en la arena, hacemos fotos. Yo pongo: IRATXE, con letras grandes.

Después de asearnos, nos dirigimos caminando a la escuela del poblado. Son nómadas. Se trata de una caseta maltrecha, donde una decena de niños y niñas de edades diversas, memorizan y escriben sobre un libro gastado. Les entregamos varias prendas que traemos de Europa, algunas posiblemente "made in Marruecos". Alguien dona una de mis bufandas a una niña pequeña. Tenía que haber traído más cosas, pienso. Fuera del aula, una niña de tres años juega con nosotras. Está recién vestida con una chaqueta preciosa que ha traído una compañera. La niña juega con un globo. Jugamos. Reímos. Otro rato distinto. Alguien se emociona y llora, no soy yo.

En marcha de nuevo, regresamos al albergue de la mujer australiana, esa que dejó su tierra por el desierto, la que tiene amantes bereberes, quizás, quién sabe. ¿Tendrá marido en las antípodas? Otra despedida, alegría y desaliento. Adiós, desierto. Llámame pronto de nuevo. Yo siempre te espero.

                                                                      La hoguera hechicera


La tienda donde pasamos la noche

                                                         Jugando con varias niñas pequeñas
                                                              Aspecto de la escuela nómada

                                                               La niña con su chaqueta nueva

Garganta profunda


La cordillera del Atlas se alarga como un brazo de serpiente a mi derecha. El resto es una gran planicie, entre rosada y granate, por donde discurre una carretera recta y eterna. Avanzamos velozmente sobre la furgoneta. Yo no pierdo de vista el Atlas, me gusta mirar sus lejanas cumbres nevadas, calcular las dimensiones de sus cimas intactas, imaginar lo que puede haber detrás, entre penachos de nieve y aldeas perpetuas.

Horas más tarde, comienzan algunas curvas. Sobre los valles de palmeras, brotan algunas poblaciones fortificadas, son Kasbah de adobe. Amenazadas por las montañas escarpadas y estériles, parecen un juego frágil de arcilla, un puzzle de plastilina rojiza planeando sobre la llanura fértil de los oasis. Está atardeciendo, pronto no se verá nada. Una carretera sinuosa nos lleva hasta la garganta del Todra, son 300 metros de pared rocosa horadada por una corriente de agua. El cielo enseguida se tiñe de gris ceniza, se insinúa el crepúsculo. Nos apeamos del vehículo y se adivinan las primeras estrellas. Las paredes son imponentes. Camufladas en la oscuridad creciente, parecen masas de brea que se echan encima, que atosigan y aprietan. Los veinte metros de espacio que separan una pared de otra, dejan entrever una luna hermosa, tiene forma de uña.

De vuelta al coche, más horas embutida, estoy agotada. Al parecer, no tenemos reserva de hotel, y vamos parando a cada rato, en busca de algún hostal confortable. Por fin, encontramos una fonda turística. No es coqueta precisamente, pero se agradece su enorme chimenea, donde recargo pilas junto a una cerveza fresca. Intentamos ducharnos, pero el agua caliente, de repente, se corta. A mi, por suerte, me ha dado tiempo a darme un baño ardiente. Hoy también es noche de fiesta, varios bereberes tocan los tambores en el bar del hotel, pero estamos todas muy cansadas, ya no hay fuerzas. Subo varias plantas, escaleras arriba, y duermo en una habitación para cuatro personas. Me echo mantas encima, en estas montañas no hay calefactores, ni piscina.

Llega la madrugada, un despertador suena y siento el peso de los edredones sobre mis piernas. No quiero sacar los pies de las sábanas, qué frío. Me visto muy rápido, casi ni pienso, y bajo con mis compañeros, a desayunar unos crepes ya tiesos. Esta mañana azulada, emprendemos trekking a las gargantas del Dades. El inicio es fácil. Nos internamos, llaneando, en un cañón colorado que se tuerce y penetra en la sierra. Avanzamos por una quebrada estrecha, hay un torrente de agua que sorteamos entre zancadas y apretones de manos. Acude a mi cabeza la película "127 horas". Me encanta imaginarme dentro de escenas de cine. Al otro lado, los espectadores. Ahora tengo delante una inmensa roca redonda que entorpece el paso entre paredes, que aprisiona el brazo de Aron Ralston durante casi cinco días, ya no será rescatado, quién sabe.

Algunos amigos del grupo se salen del sendero y escalan pared arriba. Cuando quieren descender, experimentan dificultades, finalmente retroceden con ayuda de todo el equipo. Toco los muros de piedra, la roca está bien fría, el sol aún no ha tocado su fibra. Es incómodo caminar en la sombra, el cielo azul engaña con su luz colosal. Poco a poco, el pasillo de guijarros se va abriendo y ascendemos pista arriba. Hay trozos en los que nos ayudamos con las manos, mis piernas son cortas, pero pego buenos saltos entre roca y roca. Arriba, el sol sí calienta, cambio el gorro de lana por una visera. Unos cuantos amigos nos tumbamos sobre la tierra boca arriba, abrimos bien los brazos, sentimos la energía. Qué felicidad, estoy rendida.

De regreso por la cima, el paisaje se extiende en la lejanía. Se divisa una kasbah en el valle, al fondo las cumbres rojizas, más allá la nieve de los picos, escurridiza. Hacemos algunas fotos, entre brincos de alegría. Es precioso, me quedaría unos días explorando la zona y sus aldeas perdidas. Pero el tiempo apremia, y educadamente, con una sonrisa, me despido de Garganta Profunda. Volveré, estoy segura.

            Comienza "127 horas"            
             
La luz y la sombra, diferentes una de otra

Nos tumbamos cuando llegamos arriba


El grupo camina

 Al fondo, las cumbres nevadas

                                                        Una de saltos para terminar el día


El diablo sobre ruedas


Nos conduce una persona ajena, que no habla nuestro idioma. La mitad del grupo nos hemos mudado a otra furgoneta, y yo voy delante, junto a un árabe de mirada inquieta que agarra con fuerza el volante. Le pedimos que suba la ventanilla, entra frío, pero no quiere escucharnos, va a lo suyo. No parece muy simpático.

La carretera serpentea, atravesamos la cordillera del Atlas. Pronto estamos en pleno ascenso por la calzada del infierno, me mareo. Es línea continua, pero el chofer adelanta a un camión muy largo. Rezo un poco, mientras tanto. Ahora llega una cadena de curvas, subimos despacio, y el hombre conduce por el carril contrario. No quiero morir con 33 años, expreso en voz alta. Se lo digo al conductor, le miro a los ojos, directa, pero no me entiende nada. Señalo la vía con las manos: "Pero, ¿qué estás haciendo?", y el conductor se ríe, intuyendo mi recelo. Está loco, pienso para mis adentros.

Comparto asiento con otro compañero, nos miramos nerviosos. Decido hacer una fotografía del momento, así nos reímos del miedo. Lo curioso es que la sensación de peligro me excita, por otro lado. La loca debo ser yo, me digo a mi misma con una pizca de pánico. Al otro lado, se perfila un desfiladero escarpado y seco. Renqueando, alcanzamos un pueblo de montaña, algunos penachos de nieve aparecen por los costados. Pedimos al conductor que se detenga, necesitamos ir al baño y comer algo, han pasado muchas horas desde el desayuno. Compramos chocolatinas en un quiosco al pie del pavimento, donde un hombre menudo y delgado nos señala un pasillo oscuro de retretes y espejos sucios. De pronto, escuchamos el motor que arranca, y corremos volando hasta el vehículo, no queremos quedarnos en tierra, en esta aldea aislada del planeta. 

Proseguimos rumbo a no sabemos dónde, nadie nos informa. El conductor de rostro áspero, recibe llamadas en su teléfono móvil y devuelve parrafadas en árabe, mientras conduce por las montañas del Atlas. Planea nuestro secuestro, me dicen los prejuicios. Con la puesta de sol, comenzamos el descenso, la carretera zigzaguea por las crestas pendiente abajo, hasta donde se pierde mi vista, ya cansada por la escasa luz natural que queda. Una hilera de camiones precede la marcha. Desde la cima, parece un desfile de marionetas, y nosotros somos el diablo sobre ruedas, que amenaza con derrumbar las fichas de un dominó que mata.

La furgoneta aparca en el siguiente poblado de montaña. Allí tropezamos con la otra mitad del grupo, que devora tajines de pollo en un restaurante ocupado por hombres con chilaba. Estamos a salvo, qué tonta. Compramos mandarinas y té verde, ya hemos repuesto fuerzas. Sobre la serranía escabrosa, el muecín suena. Montamos de nuevo y la noche se lo come todo a su paso. Ya no tengo miedo, sólo agotamiento. El resto del trayecto es una curva tras otra, sobre una calzada iluminada por dos faros. Al parecer, las luces lejanas del fondo son la ciudad de Marrakech, qué descanso.

 
Comienza la escalada del Atlas


Aspecto de la carretera


                                                             Desfile de camiones por la calzada

 
                                                                    Dentro de la furgoneta


Cuando el corazón habla


Piso Marrakech por segunda vez en mi vida, después de dos años. Tras tanto desierto, sorprende rodar por un núcleo urbano. La ciudad está ordenada en amplias avenidas que conectan la parte antigua con la moderna. El tránsito de coches suntuosos evidencia el bienestar de la clase media. Hay personas que vagan por las aceras, harapientas. La medina vieja me recibe de nuevo con su halo luminoso y caótico. Esta vez, observo más motocicletas, que abarrotan las callejuelas de acceso al zoco. Siento más humo, más ruido, más turismo. Era una urbe de ensueño, dentro de mi recuerdo. Marrakech hoy me decepciona y baja un peldaño en la escalera de los mitos.

La noche llega. Camino por la animada plaza de Jamaa el Fna, aquí se dan cita multitud de puestos curiosos. Del ambiente, emanan vapores olorosos muy diversos, procedentes de los tenderetes de comidas tradicionales. Hoy en día, todo este espectáculo ambulante está orientado al turista despistado. Por la explanada atestada, se suceden contadores de cuentos, encantadores de serpientes, aguadores, vendedores de zumos... Aquí, me detengo y bebo un sabroso jugo de naranja. Un joven marroquí, desde el puesto de al lado, me regala otro vaso que rebosa zumo recién exprimido, lleva pomelo, qué rico. Se lo agradezco, ilusionados mis ojos.

Echo un vistazo a los gorros típicos, están a la venta sobre un carro de madera, pero no compro ninguno. Mujeres ataviadas de negro intentan hacerme la henna, pero me niego. Algunos niños se acercan a pedir limosna. Les pregunto a ver si van a la escuela y dicen que sí, yo no lo tengo claro. Muy cerca están los puestos de caracoles hervidos, hace dos años no me animé a probarlos, ahora tampoco. Me topo con un señor de bigote, que cobra por encaramarte a un peso, es de esos de agujas, de los antiguos, qué gracia. Me subo y compruebo que he perdido un par de kilos, le entrego unos dinares a cambio.

Mientras paseo entre carromatos, acuden a mi cabeza ráfagas del pasado, me veo en este viaje con otra gente, otro mes de otro año, dentro de mí era todo tan distinto... No lo añoro, sólo me compadezco un poco. ¿Soy más feliz ahora? Quizás sí, quizás no, al menos voy por la senda correcta, mi corazón lo dicta.

A la mañana siguiente, tras hacer noche en un hotel impersonal de la zona nueva, iniciamos un recorrido turístico por los monumentos más emblemáticos. Es de las pocas veces que echo mano de la guía de viaje. Estamos en las Tumbas Saadíes. Hago cola junto a turistas cincuentones del norte de Europa. Mi libro dice que es uno de los lugares más visitados, que el mausoleo data de finales del siglo XVI, que fue descubierto en 1917, año en que se abrió al público. Interesante... estoy pisando lápidas. ¿Para qué me sirve esto? No entiendo mucho de arte, qué lástima.

El caso es que siempre adoro conocer las cosas, pero esta mañana soleada de enero es un poco distinta al resto. Será que siento tristeza, porque el fin de este viaje se acerca, y la tristeza me roba el deseo, me quema. Así las cosas, todavía atesoro sonrisas bajo mis alas aventureras. Es la alegría de seguir unida a mis amigas y amigos del grupo, es todo lo que hemos vivido juntas y juntos. En realidad, no quiero volver a casa.

Ahora la furgoneta nos pasea por las carreteras ahogadas de coches, carros, bocinas y chilabas. Es pleno día. Algunos burros, mercancías que van y vienen, que cruzan la vía, que invaden las aceras rotas, hombres que vociferan, que engatusan al turista, que regatean... Todo eso pasa ante mis ojos, me distrae golosamente de mi pena. Pero los niños y niñas del desierto regresan a mi cabeza, sus ojitos, su risa loca. Son lo mejor que me ha pasado en este periplo por Marruecos. Se escapa alguna lágrima. Esta vez sí, estoy llorando. Cuidadosamente me encargo de que nadie se de cuenta.

                                                           La plaza humeante y su alminar



Hasta siempre


Llevo semanas intentando escribir la última página de este viaje, pero no me salen las palabras, estoy hueca. Buceando en el pozo donde vive mi alegría, encuentro, sin embargo, una luz. Y esta luz es el faro que ahora teclea estas letras.

¿Sabes una cosa...? Aquel diciembre distinto, manché los dedos con pintura fresca y dibujé, sin saberlo, la risa inolvidable de un puñado de niños. Busqué el desierto sediento, desde el anhelo, y encontré la amistad sincera de un grupo fantástico, personas con nombre, llenas de valores y ganas de reír conmigo. Con ellas y ellos, sentí el calor humano de una noche de hoguera, a la luz de las estrellas. Era año nuevo.

Incluso los ratos muertos estuvieron vivos, es lo que tiene quedarte escuchando. Por eso, caminé contenta entre gargantas de tierra, pasé miedo en una furgoneta rumbo al Atlas, comí tajín de pollo hasta detestar su aroma, qué bueno el té verde humeando por las mañanas, el vaso entre mis manos, en el patio de la escuela. Pero sobre todo, viví el instante de estar viajando a alguna parte, la magia de estar en camino, sin importar a dónde. Y especialmente, me sentí perdida, como perdidas son las nubes que van, vienen y se hacen lluvia en nombre de nadie. Es la vida que pasa.

Gracias de corazón al grupo de Camino al Sur 2011, ya sois parte de mi, os llevo conmigo. Gracias a todos y a cada uno, por ayudarme a vivir este sueño. Y a ti lector, lectora, gracias por acompañarme en este viaje bloguero, me ha gustado estar contigo. ¿Volveremos? Quién sabe, dice un amigo mío. Y la mirada se queda bailando...

                                                                  ¡¡¡Hasta siempre!!!



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